martes, 19 de julio de 2011

De la estupidez de algunos gobernantes

Desgraciadamente, la satisfacción del monarca no iba a durar mucho. El desarrollo es un río muy engañoso, cosa de la que no tardaría en convencerse todo aquel que entre en su corriente. En la superficie de las aguas fluyen lisas y rápidas pero basta que el timonel, demasiado seguro de sí mismo, haga virar su barco despreocupadamente para que se evidencie cuántos remolinos peligrosos y extensos médanos se esconden en ellas.


A medida que el barco se vaya encontrando con estas trampas, la cara del timonel se irá alargando. Todavía canta y grita para darse ánimos, pero en el fondo de su alma ya empieza a corroerlo el gusano de la amargura y la desilusión; parece que el barco avance todavía pero, en realidad, está parado, parece que se mueva pero sigue en su sitio: la proa ha encallado. Sin embargo, todo esto ocurrirá mucho más tarde. De momento el sha había hecho compras multimillonarias por todo el mundo y de todos los continentes habían salido rumbo a Irán barcos repletos de mercancías. Pero cuando llegaron al Golfo, resultó que Irán no tenía puertos (lo que el sha desconocía). En realidad, los había pero eran pequeños y anticuados, incapaces de recibir tal volumen de carga. Centenares de barcos esperaban su turno en el mar, a menudo durante medio año. Por estas esperas Irán pagaba a las compañías marítimas mil millones de dólares anuales. Poco a poco se fueron descargando los barcos y entonces resultó que Irán no tenía almacenes (lo que desconocía el sha). Un millón de toneladas de las más diversas mercancías estaban esparcidas por el desierto, a merced del aire y del calor infernal del trópico; la mitad de ellas no servían ya sino para ser tiradas a la basura. Todas estas mercancías debían llevarse al interior del país, pero resultó que Irán no tenía conductores (lo que desconocía el sha). Tras algunas deliberaciones se mandaron aviones a Seúl para traer conductores surcoreanos. Arrancaron los camiones y comenzaron a transportar mercancías. Aunque por poco tiempo, pues los conductores, después de aprender cuatro palabras en persa, en seguida descubrieron que les pagaban la mitad de lo que cobraban los conductores iraníes. Indignados, abandonaron los camiones y volvieron a Corea. Estos camiones, hoy inservibles y cubiertos de arena, siguen en el desierto, en el camino que va de Bender Abbas a Teherán. A pesar de todo, con el tiempo y la ayuda de empresas extranjeras de transportes, acabaron trayéndose a los lugares de destino las fábricas y las máquinas adquiridas en los más diversos países. Y llegó la hora de montarlas. Resultó entonces que Irán no tenía ingenieros ni técnicos (lo que desconocía el sha). Lógicamente, quien decide crear la Gran Civilización debería empezar por la gente, por preparar cuadros profesionales cualificados, por crear su propia inteligentsia. Pero ¡precisamente tal razonamiento es inadmisible! ¿Abrir universidades nuevas, abrir la politécnica? Cada centro de estos es un nido de víboras. Cada estudiante es un rebelde, un alborotador, un librepensador. ¿Podemos sorprendernos de que el sha no quisiera cavar su propia tumba? El monarca tuvo una idea mejor: mantener a todos los estudiantes lejos del país.

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Para hacer realidad la visión del sha era necesario contratar inmediatamente a setecientos mil profesionales. Se encontró la salida más sencilla y segura: los traemos del extranjero.

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Al final, gracias a la ayuda extranjera, fue construida una parte de las fábricas, pero entonces resultó que no había electricidad (lo que desconocía el sha). En aquellos momentos el sha estaba con el agua al cuello; quería exportar rápidamente productos industriales por la sencilla razón de que no sólo se había gastado hasta el último céntimo de toda esa fabulosa cantidad de dinero (20.000 millones de dólares), sino que había empezado a pedir créditos a diestro y siniestro. ¿Y para qué pedía Irán esos créditos? Para comprar acciones de grandes empresas extranjeras, americanas, alemanas y de otros países. Pero ¿era necesario? Si, lo era, porque el sha tenía que gobernar el mundo. Llevaba ya algunos años dando lecciones a todos, aconsejaba a los suecos y a los egipcios, pero necesitaba todavía de una fuerza real. El campo iraní estaba inundado de barro y apestaba a estiércol, pero ¿qué importancia tenía eso frente a las ambiciones a escala mundial del sha?

Página 74 y 75. "El Sha". Ryszard Kapuscinski

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